Cuando mis padres me dijeron aquel verano del 73 que nos íbamos de vacaciones a un pequeñito pueblo de poco más de mil habitantes, el estado de exaltación que yo tenía desde que había terminado el curso en el colegio se vino abajo. Tenía yo 14 años y mis deseos iban mucho más allá de un sitio casi despoblado, apenas sin niños con los que jugar y habitando una casa prácticamente en ruinas. Hasta el día en que me dieron la noticia, mi mente se había trasladado a lugares como la selva amazónica, el frío insufrible de Siberia o los altos rascacielos de Nueva York que tantas veces había visto en las películas.
El camino hasta llegar al pequeño pueblo de la costa levantina hacia donde nos dirigíamos se me hizo larguísimo. El viejo Seat 600 de mi padre tenía ya más de diez años y en pocas ocasiones superaba los 80 km/h así que estuvimos casi todo el día metidos dentro del coche hasta que por fin divisamos en la lejanía una pequeña mancha azul aún desconocida para mí, el mar.
Llegamos al lugar de destino. El pueblo era más bonito de lo que me imaginaba, con casas de color blanco y tan altas que casi no dejaban pasar la luz del Sol a las calles pequeñas y estrechas. En el medio del pueblo había una amplia plaza con unos jardines repletos de césped, amapolas y margaritas, un parque con unos columpios y un tobogán que harían mis delicias y en el centro, una fuente por donde salía el agua más pura y cristalina que yo había visto. La casa en la que estaríamos las dos siguientes semanas era la típica de aquel pueblo, para nada como yo me la había imaginado sinó en perfecto estado, pintada de un color blanco como las sabanas de mi cama, de tres pisos y unas habitaciones con tanto espacio que hasta podía correr y jugar en ellas. El mar lo teníamos a unos 100 metros y su agua era tan transparente y limpia que hasta me podía ver los pies.
Nada más llegar a nuestra nueva casa, dejé las maletas, me cambié, me puse el bañador y me fui directo a la playa. Era tranquila, con una arena suave y limpia que daba gusto tocarla, al entrar en el agua me llenó una sensación de frescor que no había experimentado nunca.
A ella la vi por primera vez al salir del agua, estaba con su madre tumbada en la arena tomando el Sol, me quedé prendado al instante, había visto cientos de niñas en la ciudad pero ninguna era ella, tenía una larga melena lisa y morena que le tapaba media espalda, un rostro pequeño y redondo, unas mejillas rosadas con unas cuantas pecas y unos labios finos y pequeños. No le dije nada pero desde ese momento sabía que me había quedado colgado de ella.
El día siguiente lo pasé en el parque, aunque yo le había insistido a mi madre que me dejara ir a la playa, ella no me dejaba por haber llegado tarde el día anterior, lo que ella no sabía es que me había pasado toda la tarde mirando a esa niña. Entre juego y juego me entró sed así que me dispuse a probar esa agua que tan buena pinta tenía, al terminar, me giré y vi el rostro más dulce y bello que había visto nunca.
-¿Tu eres nuevo por aquí? -me preguntó con una voz suave.
-Sí, he venido de vacaciones con mis padres.
-Ah, yo soy Maria ¿Y tú?
-Yo Fran.
Los dos nos dimos la mano y parecía que ninguno quería soltarla.
Pasamos la tarde juntos, columpiándonos el uno al otro, contándonos cosas, supe que tenía dos hermanos más mayores que ella, que le encantaba saltar a la comba y jugar con sus muñecas, que su comida favorita era el arroz y que odiaba las lentejas, además me enteré de que era vecina mía, es más, que la ventana de su habitación estaba al lado de la mía. Parecía no pasar el tiempo cuando estaba con ella así que cuando vi que mi reloj marcaba las diez cuando yo tenía que estar en casa a las nueve me despedí rápidamente y volví a casa.
Dos moratones en mi culo y un día sin salir fueron mi castigo por aquello así que me tuve que conformar a hablar con ella a través de los barrotes de mi ventana, como si de un verdadero criminal se me tratara.
Los días siguientes, todas las tardes las pasábamos juntos, nos íbamos a la playa y jugábamos en el agua, hacíamos largos paseos por las calles y alrededores del pueblo, nos divertíamos en el parque y en ese tiempo pasábamos horas y horas charlando, le contaba cosas que no le contaba ni a mi mejor amigo de la ciudad, en sólo unos días nos convertimos en uña y carne, en mitad y mitad de naranja.
Llegó el último día, la última noche, le pedí a mis padres que me dejaran pasarla en la playa junto a unos amigos que había conocido, ellos aceptaron sin saber que en realidad la noche la iba a pasar con una chica. Estuvimos toda la noche abrazados mirando como morían las olas en la arena y como el cielo nos deleitaba con un millar de estrellas. Nos contamos las últimas confesiones, los últimos secretos, nos dimos las últimas miradas, los dos sabíamos que aquella iba a ser nuestra última noche pero ninguno quería admitirlo.
Antes de despedirse por última vez, la Luna observó como nuestros rostros se acercaban y nos dábamos nuestro primer y último beso, el primer beso que yo había dado en mi vida, fue tierno y dulce y se alargó unos segundos. Al separar nuestros labios nuestros ojos se llenaron de tristeza, unas pequeñas lágrimas salían de los suyos y otras salían de mi corazón. Un amor como aquel no lo iba a olvidar jamás.
Mis padres y yo volvimos al año siguiente, el mismo pueblo, la misma casa, la misma habitación, pero todo era diferente, ella no estaba, al preguntar por ella me dijeron que tenían problemas económicos y se habían marchado a la ciudad. Así pues, no la volví a ver, aunque si miro en mi interior si la puedo ver, su melena, su rostro, sus labios, que me conquistaron.
Que bonito … he llegado a esta pagina por casualidad y no he podido evitar parame a leer. Me ha gustado mucho … no se ya si este blog esta activo o no pero aqui te dejo mis felicitaciones …
¡¡¡Gracias por tu comentario Maria Jose!!!
El blog sí está activo aunque últimamente no lo he actualizado tanto por líos de examenes.
En breve espero empezar de nuevo a escribir
¡¡Saludos!!
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