Qué fácil me lo pones cuando empiezas a recorrer mi pecho con tus dedos. Intento evitar sonreír a la vez que me grito a mi mismo «no caigas tan rápido», pero luego miro tus ojos, perdidos en quién sabe qué horizonte y no puedo evitarlo.
Pensar en tu espalda, y yo besando cada uno de tus detalles, y entonces lo hago, y entonces lo hacemos, y esas caricias que invitan al cosquilleo se convierten en roces que nos vuelven locos y nos hacen poner los ojos en blanco y el grito en el cielo.
Qué fácil es,
tanto que lo hago sin querer,
o queriendo, no sé…
Quererte,
que ya no sé si estoy volando,
o quizá estoy perdido.
Porque me pierdes.
Y es que ya no sé si al rozar nuestras pieles y unir nuestros cuerpos, estoy perdiendo parte de mí. Te me llevas contigo y me atrapas en tus redes, y en medio del deseo y esa excitación que nos hace ser tan nosotros, nos volvemos tan locos que me resulta imposible pensar que sigamos siendo humanos.
Pero no importa, porque en ese momento jugamos a divertirnos y pasamos a ser adultos, aunque sigamos siendo niños. Quizá eso es lo que le hace falta a algunos: ser adultos salvajes y dejar a nuestro lado infantil decidir las cosas importantes.
Nos quedan tantas vidas por jugar que he perdido la cuenta, y aunque se agoten estoy seguro de que al ver tu pecho subiendo y bajando al compás de tu respiración, seré capaz de inventar mil juegos más. Porque en realidad, la vida es un juego inventado por adultos en el que deberíamos jugar como niños.
Solo besarnos.
Solo abrazarnos.
Solo jugar a pillarnos y descubrir, al hacerlo, los mil secretos que escondemos.