Mi abuela era una de las personas más importantes que había para mí, una mujer maravillosa y singular y con la que daba gusto estar.
Era cascarrabias, como seguramente lo serán todas pero el amor que nos tenía, a todos nosotros, a toda su familia, le salía por los cuatro costados. Nunca te hacía una mala cara, siempre con una media sonrisa en su rostro, aunque hubiera hecho algo malo no me gritaba ni se enfadaba, me cogía por los hombros, se agachaba un poco para estar a mi altura y me decía:
-No lo vuelvas a hacer.
Como he dicho, no me lo decía con mala cara y gritando pero su sola presencia, su mirada, honda y llena de experiencia tenía tanta autoridad como todo el cuerpo de policía.
Recuerdo sobretodo su olor a lavanda, cuando llegaba a su casa y la besaba y la abrazaba ese olor tan especial me llenaba por dentro, me transportaba a otros lugares como prados llenos de flores o a una montaña abundante de pinos y encinas. Hacíamos largos paseos por el campo, los dos, cogidos de la mano, admirando el paisaje que se nos presentaba y ella me contaba anécdotas que a mí me encantaba escuchar y consejos y lecciones de las que he aprendido mucho.
Sus últimos años fueron muy duros, para mí fueron amargos. Entraba en su casa y al intentar besarla, al intentar abrazarla me miraba con miedo, con desconfianza, la vejez había hecho que perdiera la memoria y era muy duro ver que una persona con la que habías compartido tantos buenos y cálidos momentos ya no te reconocía. Además, casi no se podía mover y era una agonía ver a alguien que había tenido tanta vitalidad en aquel estado, en el que su familia la teníamos que ayudar para hacer prácticamente todo.
Murió una fría tarde de otoño, en la mecedora en la que había pasado sentada sus últimos años, rodeada de toda aquella gente que más quería y con su peculiar media sonrisa en los labios, como si con su muerte por fin hubiera descansado y era verdad, sus últimos años no habían sido dignos de una mujer tan vital y enérgica como ella, la vejez no le había hecho justicia.
Ahora, después de tantos años, aún la puedo recordar con nitidez, sólo tengo que cerrar los ojos unos segundos y me transporto de nuevo a mi niñez, en la cual pasaba largas tardes paseando por el campo con ella, con su olor a lavanda, cogido de una mano llena de ternura y experiencia. Siempre la recordaré, una mujer a la que he admirado y admiraré, mi abuela.