Siete de la mañana. La ciudad luce radiante mientras el mundo se va despertando poco a poco. Parece un día como cualquier otro, el mismo rostro refleja en el espejo, las mismas ganas de trabajar, pocas, casi ninguna, ¿para qué? Solo esperan reuniones, broncas, malas caras, fingir una sonrisa ante los mismos de siempre. La radio anuncia que en las calles nada ha cambiado, están los mismos coches de siempre, ni uno menos, quizá alguno más, todos al mismo son, arranca, acelera, frena, arranca, acelera, frena. Todo indica que un día más nada va a cambiar pero yo algo cambiaré, voy a coger el metro, estoy harto del coche, del humo, de los cláxones, de las manos agitándose violentamente dentro de los vehículos maldiciendo al que tienen delante.
Bajo hasta la parada de metro más cercana, no entiendo por qué no lo he hecho antes, el metro me deja prácticamente en la puerta, quizá porque me gusta la soledad del interior del coche, el poder hablar conmigo mismo sin que nadie me moleste.
El molesto sonido que indica que las puertas de los vagones se van a cerrar empieza a sonar y yo corro despavorido para alcanzar ese tren que está a punto de marcharse, no puedo permitirme esperar diez minutos a que llegue el otro, menos mal que lo consigo y justo después de que yo entre el tren se pone en marcha para llevarme al lugar al que tan pocos deseos tengo de ir.
El vagón está lleno, no puedo sentarme, me tengo que conformar con estar de pie entre un gordo sudoroso y un chaval que lleva la música tan alta en sus auriculares que hasta la escucho. Intento evadirme como lo hago en el coche, incluso más, aprovechar que no tengo que estar pendiente de la carretera para dejarme llevar a mundos extraños en los que todo es maravilloso, a mundos en los que no tengo ninguna preocupación en la cabeza, demasiado perfectos quizá. Lo consigo durante unos segundos pero… hay algo que no me deja volar…
Es ella.
Sé que hace rato que me está mirando así que la miro para cruzarme con su mirada, aunque en el mismo instante en el que mis ojos chocan con los suyos ella baja la mirada, como haciéndome creer que no me había mirado, durante una milésima de segundo vuelve a subir la mirada para encontrarse conmigo, quizá pensaba que había dejado de mirarla pero no, no he dejado de hacerlo. Noto que se ruboriza y sonríe, aunque trata de evitarlo, es una sonrisa preciosa, tímida, risueña, como ella. Por fin bajo la mirada y me giro para que no me vea sonreír, para que no vea que mis ojos brillan como hacía tiempo que no lo hacían.
Los minutos del viaje pasan volando y el tren se para, he pasado de culo a ella todo el tiempo y cuando me giro, lástima, no está, no sé siquiera en qué parada se ha bajado, no sé siquiera si la volveré a ver.
Misma estación, un día después. He llegado diez minutos antes que ayer, he soñado con ella, no entiendo por qué, solo fueron unas miradas, unas sonrisas pero lo cierto es que… no lo sé, en realidad. He llegado tan pronto por miedo a no verla, a no coger el mismo tren que ella, así que voy a esperarla. Me siento en un banco y veo a la gente pasar, el trajín de unos y otros, cómo fluye la vida, cómo cientos de personas pueden ir cada una por su cuenta sin reparar un solo instante en la persona que tienen al lado, cientos de vidas, cientos de pensamientos diferentes. De pronto la veo, está bajando por las escaleras que llevan al andén, yo, mientras, me levanto del banco y empiezo a ir paralelo a ella, a unos diez metros, hasta que se frena un par de metros antes de llegar a las vías. Es entonces cuando la miro fijamente y ella, como si tuviera un sexto sentido, alza su mirada para que por fin las dos se encuentren en el aire, nos la sostenemos un par de segundos, quizá tres y de pronto ella la baja, mira a un costado intentando esconder una sonrisa que sé que se ha formado en sus labios y se toca el pelo, nerviosa, inquieta, quizá ahora mismo un pequeño temblor recorre su cuerpo y yo, mientras tanto, me meto las manos en los bolsillos para que no se de cuenta de que las tengo sudadas y poder aprovechar ese tiempo para hacer algo con ellas, porque necesito moverlas, no pueden estar quietas.
El tren llega y, por supuesto, entramos en el mismo vagón. Voy dando pequeños pasos sin que nadie se de cuenta hasta que me sitúo enfrente de ella. Por un instante parece que el resto del mundo se esfuma y nos volvemos a mirar, luego ella agacha la cabeza y se aparta el flequillo de la cara, nerviosa, segundos más tarde se rasca el brazo izquierdo, una, dos, tres veces y vuelve a levantar la mirada justo en el mismo instante en que yo bajo la mía, me entra un intenso picor en el cuello y el nervio en los dedos, necesito hacer algo con ellos así que me pongo a repiquetear la barra a la que estoy agarrado, debe notar que estoy nervioso pero no puedo evitarlo. Mi pierna derecha empieza a moverse repentinamente sin que yo pueda hacer nada, la miro y veo que su pie izquierdo está haciendo lo mismo, ella también está nerviosa aunque su media sonrisa no se va de su cara, entonces deja de mirar al vacío y posa sus ojos en mí, el tiempo se para y noto que mi pecho se hace más grande, mi corazón necesita más espacio, en ese momento la complicidad se hace eterna y como si los dos fuéramos uno miramos hacia arriba, como si en vez del frío techo del vagón hubiera un cielo poblado de estrellas. En ese instante el tren deja de moverse poco a poco y se para, la miro, quizá esta sea su parada. En efecto, de repente baja de la nube en la que los dos nos habíamos subido, se muerde los labios, quizá lamentando que el viaje se haya terminado y se baja del vagón, no sin antes lanzarme su última sonrisa del día.
Misma estación, un día después. He llegado corriendo hasta la estación. Miro la hora y una sensación de desesperanza me invade el cuerpo, llego tarde, el tren que cogí ayer y anteayer debe haberse marchado ya y con él toda mi ilusión del día. Llevaba dos días con una sonrisa que no se iba de mi cara y hoy volverá a ser igual, la misma nube gris sobre mi cabeza. Miro hasta el último rincón del anden con la mínima esperanza de encontrarla y… no puede ser, allí está, haciendo lo mismo que yo, buscando algo entre la muchedumbre que hay. ¿Habrá llegado tarde o me ha estado esperando? Por fin nos encontramos en el aire y las sonrisas vuelven a volar, tímidas, no queriendo que vuelen del todo pero ahí están, y los nervios vuelven a aparecer, ella agacha la mirada y se arregla el flequillo, yo miro al vacío y empiezo a dar pequeñas palmadas contra mi cartera, invadido por un aire que no hace más que darle al día un poco de color.
Llega el tren y la gente empieza a entrar en los vagones como si no hubiese mañana, hoy están más llenos de lo normal, tanto que casi no me puedo mover, estoy rodeado. Intento buscarla, miro a izquierda y derecha sin éxito y pienso que va a ser imposible encontrarla, quizá ha subido en otro vagón, quizá ni siquiera ha subido, no la he visto hacerlo. Me giro para no tener que mirar las oscuras paredes del túnel y entonces la oscura niebla que invadía el vagón y mi cabeza se despeja, ahí está, justo delante de mí, a centímetros, casi puedo respirar su aliento, con solo alargar los dedos la podría tocar. Nos miramos, serios, esta vez más intensamente que nunca, podemos vernos el interior, los sentimientos, los deseos, entonces ella cierra los ojos, quizá porque le es imposible apartar la mirada, yo miro hacia arriba, si hubiera seguido mirándola no hubiera podido contenerme. Vuelvo a volcar mis ojos sobre ella, su pecho sube y baja a un ritmo trepidante, como si le faltara el aire, y tengo la sensación de que si el mundo se callara durante unos segundos podría escuchar el latir de su corazón. Sin que me de cuenta llegamos a la estación donde ella se despide y un mar de gente baja del vagón, ella sin embargo no lo hace, se queda, ¿qué está pasando? ¿Por qué lo hace? Mi pierna derecha vuelve a moverse sin control, tengo los nervios a flor de piel y no puedo esconderlo, en ese momento noto que me mira y mi pierna aumenta su velocidad, ella se acaricia el pelo y se muerde los labios, por detrás suya hay un gran espacio, podría apartarse un poco de mí si quisiera pero no lo hace, es más, tengo la sensación, seguramente inventada, de que cada vez estamos más cerca, nuestras manos están pegadas y sin quererlo le rozo los dedos durante un segundo, dos, tres… Entonces nos miramos y la seriedad se esfuma, las sonrisas vuelven a volar y el mundo parece que se para durante un instante hasta que notamos el frenazo del tren. Tengo que irme, no quiero hacerlo pero he de hacerlo. Le mando una última sonrisa y me dispongo a bajarme del vagón, mientras lo hago, alguien me empuja por detrás, no puedo girarme hasta que ya estoy fuera y cuando voy dispuesto a cabrearme con aquel que me ha empujado, miro y es ella. Ha bajado en la misma estación que yo. Nos miramos firmemente y noto cómo mi mano se levanta tenuemente en un gesto de despedida. Ella hace lo mismo y nos marchamos en direcciones opuestas, aunque… en ese momento la magia lo envuelve todo y ya nada tiene importancia. Me giro para observarla alejarse y resulta que ella ha hecho lo mismo, entonces resuena la carcajada de nuestras sonrisas, nos acercamos lentamente uno hacia al otro y nos damos un beso suave, dulce, eterno.
Entonces me doy cuenta por primera vez en mi vida de lo que es el amor, de lo que son las cosas simples de la vida, de cómo una tonta decisión como fue coger el coche o el metro quizá ha cambiado mi vida. Y sobretodo, de cómo se pueden enamorar dos personas sin haber cruzado una palabra en su vida, simplemente por las miradas, los gestos, las sonrisas, la dulzura, simplemente por lo que ella me decía sin decirme una palabra, simplemente por cómo nuestros cuerpos se movían para decirle al otro algo tan difícil como es decir te quiero.
Me ha encantado Javi, me siento identificado con el relato, creo a todos nos ha pasado algo parecido alguna vez en un bus o tren. (L)
Gracias. Estoy sorprendido, pensaba que un relato tan largo no iba a gustar pero ha tenido muy buena aceptación. 🙂