El tiempo se paró por un instante cuando notó que un dedo recorría su espalda.
Era frío aunque la dulzura que le transmitía le hacía sentir un fuerte calor en el pecho. La recorría lentamente, sin apenas tocarla, solo dejaba volar un tenue roce sobre su piel que hacía que su vello se erizara en un signo de complacencia, le gustaba, se sentía querida, deseada.
Él se acercó más, sentía su respiración en el cuello, notaba su olor, ese olor tan característico, que le encantaba, que le transportaba a verdes prados llenos de flores, lugares de ensueño en los que poder volar, soñar despierta, quedarse tirada tranquilamente en el suelo mirando tranquilamente cómo pasan las nubes.
Sus dedos siguieron, ahora en sus brazos, los recorrían lentamente de arriba a abajo y de pronto empezó a utilizar sus manos, agarrándola fuertemente los brazos, aunque seguía la ternura, la dulzura, una extraña combinación que le transmitía fuerza, amor, pasión, no dejaba de sentir el impulso de girarse y empezar a besarle primero suavemente para luego dejarse llevar por el fuego y la lujuria.
Y entonces todo cesó, tan repentinamente como había llegado, de la nada, como si la persona que había detrás fuera un fantasma que hubiera desaparecido, quizá esa sería una buena explicación para esos dedos tan fríos… Pero no, sabía que no, no era un fantasma, era él, simplemente él. Se giró para verle la cara, los dos sonrieron y no hizo falta decir nada más, porque los dos sabían que esos roces, esas caricias, eran un buen síntoma de lo que sentían. No hacían falta palabras, no hacían falta sonrisas, miradas, gestos…
Solo caricias, simples caricias.