Soñamos con playas desiertas en las que un pequeño reloj de arena lucha por no dejar pasar el tiempo, con montañas nevadas en las que decenas de pinos altísimos hablan entre ellos, con valles donde hace tiempo que la última gota de agua pasó por allí.
Soñamos con sueños que se esfuman cuando los tenemos cerca, intentamos acariciarlos suavemente con los dedos y se desvanecen cual reflejo en el desierto, vuelven a aparecer y lo volvemos a intentar, estúpidos, juegan con nosotros las fantasías de momentos inalcanzables, aquellas que sonríen juguetonas al vernos, aquellas que al mínimo instante huyen despavoridas.
Vemos fantasmas donde quizá no los hay y en sueños se aparecen, muestran su cara más oscura y te asustan hasta sus susurros, intentamos pelear hasta alcanzar una muerte digna, usamos espada, puñal, hasta la piedra más oscura, pero los sueños sueños son y a los fantasmas no se les puede apuñalar hasta que no se les convierte en algo real.
Ya vacíos de intentos vagamos por una carretera vacía, calzada desgastada por el tiempo que amenaza con venirse abajo en cualquier momento, o empezar a replegarse sobre si misma aplastándonos como si fuésemos una triste hoja de papel. Nos evadimos con acordes inesperados que resuenan entre el eco del vacío, retumban en la cabeza y muchas veces no nos damos cuenta de si el reloj avanza o retrocede.
Y bailamos bajo la lluvia, sonrientes, aguardando el momento en que de verdad la sangre empiece a brotar, miramos hacia un horizonte desplegado y nos damos cuenta de que la vida son dos pasos y el primero ya se ha dado, que los puñales solo dejan cicatrices y que la lluvia es el aliento que nos falta, nos damos cuenta que el último paso, el definitivo, está aún por llegar.