Miradas vacías, sonrisas perdidas

Por muy extraño que parezca, a Paula y Román no les apetecía salir aquella noche.

Por muy extraño que parezca, Paula y Román decidieron rechazar las ofertas que tenían.

Por muy extraño que parezca, Paula y Román pensaron que era mucho mejor quedarse acurrucados en el sofá viendo una película.

Y es que Paula y Román no eran como los demás. Odiaban estar en una discoteca moviendo la cabeza fingiendo pasarlo bien, aborrecían las aglomeraciones, la música comercial, la casi obligación de beber impuesta en nuestra cultura, las resacas evitables. Detestaban el mundo de ahora, el de hoy. Sabían, o al menos eso creían, que se habían equivocado de época e incluso de lugar. Porque… ¿Podía haber algo mejor que bailar rock de los 60 en una hamburguesería de Alabama a la vez que bebías un batido de fresa y te comías un perrito caliente? ¿Todo por dos dólares con cincuenta? Probablemente no.

Ponte cómoda, le había dicho Román a Paula al llegar a casa. Ella lo había hecho. Se quitó los zapatos y descubrió un jersey dos tallas más grande en el armario de Román, suficiente para quitar el frío de su cuerpo, suficiente para hacer que estuviera preciosa.

Paula abrazó por detrás a Román mientras éste hacía la cena. Hamburguesas con patatas fritas, menú de sábado noche, menú de veinteañeros. Ella besó su cuello, que le venía a la altura de los labios, él se estremeció y sonrió aunque ella no lo viera, pero si lo sintió.

En sus cenas nunca había habido respiro y en aquella ocasión no fue menos. Con la tele de fondo hablaron de la vida. Se lanzaban pullas constantemente, un idiota que significa me encantas, un déjame que significa no me dejes solo/a, un quita tonto que significa abrázame y no me sueltes… Hablaban de cosas simples como si fuesen las más importantes del mundo, probablemente el tema no era lo más importante, simplemente el hecho de escuchar la voz de la otra persona, escuchar sus pensamientos, hacía que todo fuese especial.

Una vez acabaron de cenar y con todo recogido, se acomodaron en el sofá. Fuera lloviznaba y el frío era terrible así que no envidiaban a aquellos que ahora mismo estarían mirando el reloj o intentando moverse todo lo posible para que el frío no les llegue a congelar. Ellos simplemente necesitaban al otro, abrtazarse y darse calor, compartir el mínimo espacio posible, oler sus cuerpos y susurrarse cosas al oído, sentir el contacto de la otra persona y pensar que nada malo puede pasar, porque te protege, porque los dos juntos son invencibles, porque podrían luchar contra cien dragones y aún así tener ganas de recorrer mil mundos juntos.

Román, que tenía abrazada a Paula por detrás, empezó a besarla suavemente por el cuello. Simplemente hacía rozar sus labios con su piel. Bajaba poco a poco y subía, mordía su oreja y olía su pelo, y luego bajaba de nuevo para quedarse allí. Paula torció su cabeza para que los dos labios se encontraran, lo hicieron, se besaron… Y eso encendió la mecha que nunca está apagada.

Paula se giró entera y pudieron agarrarse mejor, sus lenguas empezaron a moverse al ritmo de sus cuerpos y a sus manos les costaba decidir qué parte del cuerpo era mejor tocar. Sus labios se separaron por un instante, el tiempo suficiente como para poder ponerse sentados. Ella encima de él, sus cuerpos igual de unidos. Román puso sus manos en el culo de Paula mientras ella cogía su pelo, sus bocas parecían no tener fin y las hormonas estaban más revueltas que nunca. Faltaban manos y sobraba ropa, a pesar de que en la calle habían caído los primeros copos de nieve. Román se quitó la camiseta y ayudó a Paula a quitarse su jersey. Paula acercó sus pequeños pechos atrapados en el sujetador y los pegó al cuerpo de Román mientras dejaba que éste le comiera el cuello con su boca. No había ni un solo milímetro entre ambos cuerpos y el sudor empezaba a confundirse, necesitaban algo más.

Román cogió a Paula por los hombros y se la quitó de encima, todo seguido la empujó contra el sofá, dejándola tendida por debajo de él. Era tan pequeña, era tan frágil que él se excitaba más, sentía que podía hacer lo que quisiera pero que, aún así, ella tenía toda la fuerza y sexualidad del mundo. Román se quitó los pantalones y empezó a explorar el ombligo de Paula, lo besaba y lo mordía, lo olía, lo recorría con la punta de la lengua. Subía hasta el pecho pero frenaba, quería dejarlo para más tarde, bajaba y llegaba al límite de su cintura. Decidió, sin preguntarle a ella, que los pantalones le sobraban, y se los bajó lentamente, dejando al desnudo sus piernas, suaves, tiernas, dejando aún más al descubierto su aparente fragilidad.

Paula empujó a Román e hizo que cambiaran las tornas, ella arriba, él debajo. Paula mordió sus labios y saboreó su lengua, luego bajó hasta el cuello y se quedó ahí un buen rato, mientras, con su mano izquierda, cogió su miembro por fuera del bóxer y empezó a acariciarlo, suavemente, casi como si fuese algo que se fuera a romper o como si estuviera tocando un instrumento musical. Luego paró, se puso erguida y trasteó su sujetador para quitárselo, dejó al aire sus pechos cuyos pezones erectos enloquecieron a Román, el cual se lanzó hacia ellos como si los necesitase para vivir, probablemente en ese instante sí los necesitaba. Los recorrió con sus labios y pensó en playas de arena blanca, playas sin olas en las que podría quedarse uno toda la vida.

Román decidió dar un paso más. Volvió a ponerse encima de ella y le quitó la única prenda que le quedaba a Paula, dejando al desnudo su sexo, su intimidad. Lo trató con mimo, con dulzura, como un beso al primera amor, su lengua se paseaba tranquilamente y, mientras, Paula miraba al vacío gimiendo de placer, al tiempo que lo agarraba por la espalda clavándole las uñas, como si quisiera más intensidad, más fuerza. Román le hizo caso y ella gritó.

Paula lo sentó en el sofá y le quitó el bóxer, dejando al aire su miembro erecto. Ella se puso encima de él y empezó a moverse al ritmo de alguna música que tendría en su cabeza. Parecía hipnotizante, parecía una danza creada hace mil años por quién sabe quién. Los dos se movían lentamente y se miraban a los ojos, se besaban, sus lenguas se movían de nuevo al ritmo de sus cuerpos y todo parecía ser una sinfonía que acabó como deben acabar las sinfonías, con un in crescendo que destruye vacíos, con una calma que arregla tempestades.

Paula se tendió, cansada, sobre el cuerpo de Román y éste le acarició el , rostro. Se quedaron así, abrazados, toda la noche, dormidos uno sobre el otro, soñando uno con el otro, disfrutando uno del otro.

Por muy extraño que parezca, a Paula y Román no les apetecía salir aquella noche.

Por muy extraño que parezca, Paula y Román decidieron rechazar las ofertas que tenían.

Por muy extraño que parezca, Paula y Román pensaron que era mucho mejor quedarse acurrucados en el sofá viendo una película.

Por muy extraño que parezca, Paula y Román no envidian a nadie que llega a las seis de la mañana vomitando el alma entera, a nadie al que por un segundo se le pasa por la cabeza en qué ha malgastado la noche, a nadie al que esa noche duerme solo porque ha decidido que era mejor buscar diversión efímera a buscar miradas vacías, sonrisas perdidas.

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