Su vida se resumía en un llanto. Cuando eran dos adolescentes la quería mucho pero desde hacía unos años las cosas no eran igual. Él no había sido nunca así, ella era su chica especial, la mujer que más amaba y el amor de su vida pero en los últimos diez años se había convertido en la mujer que le limpiaba la casa, la mujer que le hace la cena y la mujer que no hacía más que ponerle nervioso. Por eso le pegaba, porque según él, debía enderezarla, no iba por buen camino y sólo a base de golpes podía llegar a conseguirlo. En todo el día en aquella casa no había más que gritos, voces, lloros y golpes.
Sólo salía de casa para ir a hacer la compra, su lugar de trabajo era su casa, se pasaba horas allí metida, limpiaba todo lo que él ensuciaba, que no era poco, se levantaba aposta para hacerle el almuerzo, la comida, la cena, él no sabía hacerse ni una tortilla y si el quería cenar a las nueve la cena tenía que estar preparada a las nueve menos cuarto, si se pasaba, él sólo pensaba en una solución para arreglar su comportamiento: se levantaba del sofá y sin mediar palabra le soltaba un bofetón que la dejaba tirada en el suelo.
–Cariño, lo siento, pero tengo hambre ahora -le decía.
Su refugio cuando él llegaba borracho después de trabajar era el baño, allí, después de cerrar el pestillo, se sentaba delante de la puerta y lloraba silenciosamente, lo hacía así por que el tardaba en darse cuenta donde estaba su mujer, cuando lo hacía aporreaba la puerta hasta hacerla salir, acto seguido, le pegaba un bofetón por tenerlo preocupado al no saber donde estaba.
Ese día llegó a casa a las diez de la noche después de haberse pasado un buen rato en el bar con sus compañeros de trabajo. La casa se encontraba en una completa oscuridad, a ella la encontró dormida en el sofá.
-¿Qué me has hecho de cenar, cariño?
No obtuvo respuesta.
-¡Qué me has hecho de cenar, so perra! – gritó tirando el sofá a suelo.
Seguía sin moverse, encontró un papel en su mano que decía:
Espero que así me valores, supongo que algún día me quisiste como todavía lo hago yo, pero no lo aguanto más. Adiós.
Se temió lo peor, no quería asimilar lo que ya sabía, le miró la muñeca izquierda y la piel rasgada le confirmó el miedo más grande que nunca había tenido. Su mujer ya no estaba con él, se había quedado solo, no tenía a nadie más.
La soledad le aterrorizó, se fue hacia el sótano de la casa, cogió la escopeta que utilizaba los sábados por la mañana para cazar y se metió un balazo entre ceja y ceja.
Supongo que la soledad que debió sentir en esos instantes fue tan grande que supo comprender lo que sentía su mujer mientras vivía, ella estaba sola cuando estaba con él, se sentía atrapada, por eso la única manera de no estar sumida en la soledad, la única manera de llegar a ser libre fue esa. La muerte le dio la libertad que no había tenido en toda su vida.