Era cerca de la una de la madrugada, la luna llena brillaba sobre los miles de puntitos de luz que hacían que en el cielo saltaran fuegos artificiales, el viento mecía los árboles con la ternura de una madre y acariciaba la fina hierba mojada por las gotitas de rocío que volaban por el aire.
Los cometas miraban los bosques de la vieja Galicia con la añoranza de esos tiempos en los que eran tan queridos.
Allí abajo, perdida entre cientos de árboles que la hacían prácticamente invisible por la noche, había una casucha hecha de piedra y tejado de madera en la que sonó un portazo que hizo que volaran despavoridos decenas de pájaros que dormían plácidamente con ninguna preocupación en su cabeza. Un hombre salió de ella, más que caminar, corría, huía, estaba enfadado. No podía ser, simplemente no podía ser. Una nueva discusión, un nuevo manotazo, un llanto silencioso de alguien a quien ya no le quedaban lágrimas. Pero él no quería, el problema es que faltaba algo, aquella persona no era más que un monigote para él, atrás habían quedado los dulces besos al borde de un acantilado con la única compañía de las olas pegando fuerte contra las rocas, los silencios mirando hacia un mar infinito lleno de esperanzas e ilusiones, las caricias en aquella casucha que había sido testigo de su primera vez.
El aire que les decía en voz baja que no se iban a separar jamás.
Cuando por fin sintió la más profunda soledad alrededor, empezó a llorar, a gritar de rabia, lamentando lo que había acabado de hacer, lamentando que tenía ganas de volverlo a hacer, lamentando que con solo 28 años tuviera esas ganas tan grandes de morir.
Fue entonces cuando la suave brisa que latía a su alrededor se hizo más intensa. Miró a su alrededor, parecía que el bosque se hubiese despertado de un largo sueño, los árboles se agitaban enérgicamente y parecía que los miles de animales que habitaban entre las ramas y plantas habían posado sus ojos en él. No sabía qué pasaba, el aire que flotaba a su alrededor había cambiado, se había vuelto más limpio y parecía que le acariciaba. De repente notó cómo un dedo pasaba por su cuello, un dedo arrugado, largo, caliente y que le transmitía ternura y calidez, aún así se giró aterrorizado, no esperaba que hubiera nadie más en todo el bosque y menos se esperaba lo que vio. Detrás de él había cinco mujeres ancianas, con el color de la piel de un gris verdoso, no había ni un solo centímetro de su cuerpo que no tuviera una arruga, sus rostros aparentaban calma, serenidad y una infinita sabiduría, parecían tener mil años, a pesar de ello tenían una figura alta y esbelta. Echó a gritar pero una de ellas, probablemente la que había rozado su cuello, se llevó un dedo a su boca mandándole callar, el gesto le reprimió las infinitas ganas que tenía de salir corriendo de allí, se quedó parado, esperando lo que iba a pasar. Y no esperaba nada bueno.
Las meigas formaron un círculo alrededor de él, se cogieron de la mano y susurraron en un idioma incomprensible durante unos segundos, repentinamente alzaron las manos y posaron su mirada sobre el cielo, la luna brilló como si se hubiera juntado con el Sol, el viento se movía con la fuerza de un huracán, moviendo todo lo que había alrededor de forma violenta, fue entonces cuando se vio arrastrado, no podía evitarlo, el viento era fortísimo y en cuestión de segundos se vio volando por su fuerza, como si un gigante lo hubiera cogido y lanzado con toda su rabia, cayó bajo un árbol grandísimo, increíble, y sus ramas cayeron sobre él como si quisieran aplastarlo, los árboles de los alrededores también despertaron y movían veloz y fuertemente sus ramas hacia él, intentando golpearle, quiso moverse pero algo lo mantenía pegado al suelo, quizá la mismísima fuerza de la tierra, en ese momento las meigas bajaron de nuevo la mirada y susurraron otras palabras, al instante todo cesó, como si las meigas hubieran ordenado a la madre Tierra que no le hiciera nada, volvió la tenue brisa, los árboles volvieron a ser simplemente árboles y podía mover todo su cuerpo, aunque a duras penas, el golpe de las ramas lo había dejado moribundo. Entonces las meigas lo miraron, directamente hacia sus ojos, segundos después la volvieron a dirigir hacia el cielo, como diciéndole que siguiera sus miradas, que mirara hacia donde ellas miraban. Así lo hizo. Volcó sus ojos hacia el cielo esperando ver algo, aunque allí seguía el mismo cielo estrellado que había presenciado su huida de la casucha.
Pero todo cambió.
De pronto algo apareció en el cielo. Parecía que todas las gotitas de rocío que había en el aire se estaban reuniendo en un mismo sitio, y cada una de ellas traía consigo una imagen, una imagen que formaba otra más grande y la escena que había en ella se la sabía de memoria. Una cala, una playa de un azul vivísimo y un atardecer. Sobre la arena, un jovenzuelo con toda la vida por delante estaba arrodillado con un anillo en la mano frente a una chica con el rostro bañado en lágrimas. Era el día en que le pidió a su mujer que se casara con él. Ella aceptó. Porque se querían, porque estaban ilusionados, porque la vida era bella, porque ninguno de los dos esperaba lo que años más tarde empezaría a pasar. Entonces la imagen empezó a cambiar rápidamente, como si fuera una película, la película de su vida. Decenas de imágenes volaban por el cielo, en todas ellas las mismas personas: ella y él, él y ella. Dos miradas tumbadas en la cama al amanecer con las que decirse te quiero, besos escondidos en cualquier rincón de la ciudad porque quizá era un amor prohibido, dos manos cogidas bajo un árbol que le tapaba la mirada cotilla al astro rey, unos labios recorriendo el cuerpo desnudo de alguien por la que un día hubiera dado la vida.
Luego silencio, y las gotas de rocío que se esparcen.
Cayó rendido al suelo, de rodillas y las miró con una cara con la que suplicaba perdón. Las cinco fijaron su vista en él, sonrieron compasivas y se dieron cuenta de que la disculpa era sincera, de que el amor había vuelto a brotar. Al comprobar que no le iban a hacer daño empezó a llorar como un niño, primero lenta y silenciosamente, y luego desesperado, eran lágrimas que mezclaban la rabia por lo que había hecho hasta ese momento con alegría por todo lo que le quedaba por hacer, que dar, que demostrar. Lágrimas que daban las gracias a las meigas, al influjo mágico y especial del bosque, al aire que en ese instante le acariciaba en vez de lanzarlo por los aires, a las hojas de los árboles que le abrazaban mostrándole su cariño y comprensión. Y se rió. De la ingenuidad de todos aquellos que cuando observaban un árbol solo veían un trozo de madera, que les daba igual respirar aire de ciudad que aire del bosque más puro, de aquellos que al mirar una estrella solo veían un puntito de luz insignificante, de aquellos que pensaban que la magia solo era cosa de leyendas medievales, que era cosa de niños, de chiflados. Se reía, a carcajadas, porque la vida le había demostrado que había que creer, y creer le había ayudado a creer de nuevo, a creer en un amor que ya estaba perdido, un amor que se había apagado a base de puñetazos.
Algo le hizo dormirse lentamente allí, tendido sobre la fina hierba húmeda por el rocío, quizá las meigas, que habían asistido en vivo al perdón de las lágrimas y sonrisas, que habían demostrado al mundo una vez más que solo el amor podía cambiar las cosas.
Despertó en la casucha, en la cama donde horas antes había acorralado a su mujer. La miró, aún tenía algunos moratones, frutos de la violencia. Recostó su cabeza contra su pecho y lloró silenciosamente, pidiendo perdón por todo lo que había hecho.
Aunque sabía que ella nunca más lo escucharía.
Porque nunca más despertaría.