Los llantos del olvido llenaron la habitación, no se oía nada más que el triste quejido que siempre suena cuando no se quiere llorar, por vergüenza ante uno mismo, porque no merece la pena, o simplemente porque quedan tan pocas lágrimas que físicamente duele intentar soltar una más.
Miraba la estancia vacía con los ojos de recuerdos, se proyectaban en ella las imágenes de lo que ojala no hubiera pasado, eran tantas, tantas imágenes y recuerdos que quisiera poner en el baúl de lo olvidado, hechos, momentos, quizá toda una vida en la que demasiadas veces hubiera querido usar la goma de borrar y escribir de nuevo otra historia, un nuevo cuento, perfecto, sin tachones, sin momentos que guardar en el baúl de lo olvidado, un cuento en el que el protagonista se queda con el castillo más grande y la dama más bella.
Pero entonces se miró a si mismo y empezó a sonreír, primero ligeramente, luego a carcajadas, lágrimas de dolor y de alegría se confundían en un rostro que no sabía muy bien qué expresar. Reía simplemente porque sabía que para que en todos esos cuentos el protagonista se quede con el castillo más grande y la princesa más bella, primero había tenido que pasar por numerosas aventuras, luchar contra los más temibles y peligrosos dragones y caerse al menos diez veces de su caballo.
Sabía que los cuentos de hadas solo eran así al final.
Fue en ese instante cuando dejó de llorar y miró al vacío con ternura, quizá porque se estaba mirando a si mismo como si estuviera ante un espejo y le entró rabia por lo que acababa de hacer. Porque sabía que las lágrimas no le harían más fuerte sino los hechos que había vivido, esa vida llena de tachones que había querido borrar. Sabía que esos tachones harían el cuento perfecto, que el error solo era una caída del caballo y que eso, simplemente, producía unos tenues rasguños. Sabía que no hay ningún caballero que no se haya caído ninguna vez del caballo y también sabía que aunque se hubiera caído, al final en los cuentos y también en la vida real, todos pueden ser felices y comer perdices.
Así que se levantó, miró por la ventana hacia una brillante luna que le saludaba desde el cielo y dio las gracias, nadie sabe a quien, por haber hecho que cometiera el error, ya que sabía que nunca más lo iba a cometer y que éste solo había sido una pequeña baldosa más en su camino hacia el “y fueron felices y comieron perdices”.