Pipi abrió los ojos y miró a su alrededor, asustado. Estaba en la orilla de una playa, delante de él solo había árboles y más árboles, parecía el principio de un gran bosque que quizá no tenía fin.
Miró a derecha y a izquierda buscando a sus amigos. Luna, la mariquita y Chelo, la tortuga. Los vio a unos veinte metros de él, tumbados en el suelo, con los ojos cerrados, parecía que no respiraban. Muchos decían de él que era el perro más valiente que había en la faz de la Tierra pero en ese momento tuvo más miedo que nadie. Corrió hacia ellos gritando sus nombres, esperando una respuesta, esperando que de repente se levantaran y aquello no fuese más que un mal sueño.
No obtuvo respuesta, ¿estarían muertos? No podía ser, ellos no, ellos no podían morir. Empezó a sacudirlos, primero a Chelo, luego a Luna. No había ni un mínimo movimiento. Pipi se sentó en la arena desesperado y empezó a llorar. No podía creer que aquello estuviera pasando, el naufragio había acabado con ellos, ahora estaba solo, pasaría lo que le quedaba de vida perdido en la soledad de una isla desierta.
De repente, notó un leve movimiento en Luna. Se acercó a ella y cambió lágrimas de pena por lágrimas de emoción, ¡respiraba! Pipi empezó a gritar su nombre y, poco a poco, Luna abrió los ojos. Los dos se fundieron en un abrazo que pareció durar años. Entonces una voz sonó por detrás de ellos.
— ¿Por qué os abrazáis? ¿Me he perdido algo?
Era Chelo, ¡también había despertado! Sin responder a la pregunta que les había hecho, Pipi y Luna le abrazaron como si no hubiese mañana. Chelo no entendía por qué.
Pipi los miró y les resumió la situación en la que se encontraban en unos minutos. El barco que les llevaba a la China había naufragado, habían despertado en una isla de la que ni él mismo tenía constancia y había pocas posibilidades de que un barco pasara por allí en los próximos meses.
— ¿Qué hacemos entonces? —preguntó Luna.
—Bueno, de momento encontrar algo de comida. Este bosque parece inmenso, quizá haya algo de fruta e incluso algún animal entre esos árboles —respondió Pipi.
Y eso hicieron. Los tres se pusieron en marcha hacia el interior del bosque, lo cierto es que se morían de hambre y no querían esperar un segundo más en conseguir comida.
A medida que avanzaban por el bosque se dieron cuenta de que Pipi había tenido razón, pues estaba repleto de árboles frutales e incluso habían conseguido cazar un conejo, que sería la cena de esa misma noche.
De repente se puso a llover con virulencia, ninguno de ellos había visto llover tan fuerte en su vida. No tenían donde refugiarse, habían pensado en dormir esa noche al aire libre, así que no habían construido aún una cabaña. Corrieron hasta nadie sabe dónde, no sabían qué hacer, Luna y Chelo seguían a Pipi y ni éste mismo sabía dónde iba. De pronto, como surgida de la nada, vieron una vieja torre de luz abandonada. Los tres se hicieron a la vez la misma pregunta: ¿qué demonios hacía una torre de luz en una isla desierta? No buscaron mucho tiempo la respuesta, en ese momento no les importaba, se estaban mojando enteros. Entraron y, por fin, pudieron refugiarse de la lluvia.
Una vez dentro empezaron las preguntas, ¿quién había contruido la torre? ¿había alguien más en la isla? ¿Estaban en peligro? Mientras las cabezas pensantes hacían cábalas, Luna se acercó a una de las ventanas de la torre y miró por ella.
No se lo pudo creer.
— ¡Mirad! —gritó.
Pipi y Chelo corrieron hacia la ventana y miraron en dirección hacia donde les señalaba Luna. Los tres empezaron a temblar de los nervios. Había humo en el volcán situado justo en el centro de la isla.
Estaba claro que no estaban solos.
—Tenemos que acercarnos —propuso Pipi.
— ¿Estás loco? No sabemos qué nos vamos a encontrar —dijo Chelo.
— ¿Prefieres pasarte toda la vida aquí solo, pensando en qué hubiera pasado si hubieras ido, o prefieres buscar las respuestas? Quizá en ese volcán esté la llave para salir de esta isla.
Esa respuesta de Pipi calló por completo a Chelo. Tenía razón era decidir entre vivir o morir, y es que en realidad ya estaban muertos.
Al día siguiente, una vez paró de llover y se abrieron claros en el cielo, pusieron rumbo hacia el volcán. Los tres sentían un miedo terrible pero eso no les impedía avanzar, alrededor del mediodía empezaron a vislumbrar el lugar de donde la noche anterior habían visto salir el humo, era una cueva. A medida que se acercaban, se daban cuenta de que la oscuridad que había en ella parecía eterna, parecía que llevaba al infierno y que si entraban en ella quizá no podrían salir nunca. No les importó, los tres se hicieron los valientes, a pesar de que temblaban.
Comenzaron a entrar, cogidos de la mano, si iban a morir por lo menos lo harían juntos. Se adentraron en la oscuridad más profunda y, cuando ya no se veían ni a sí mismos escucharon un rugido estremecedor, el más horripilante que habían escuchado nunca. Pipi, Luna y Chelo gritaron, aterrorizados, ahora sabían con certeza que iban a morir. Aún así, dieron marcha atrás y empezaron a correr hacia la salida, debían escapar de allí, huir y olvidar lo que había pasado, no volver nunca más. Cuando ya empezaban a vislumbrar la luz del Sol oyeron una grave y potente voz por detrás de ellos.
— ¡No os vayáis por favor! Me encuentro muy solo…
Chelo y Luna siguieron su paso pero Pipi paró de correr, extrañado y se giró hacia la voz. Al ver que no las seguía, Chelo y Luna pararon también. Notaban cómo lentamente el ser que les había hablado se acercaba a ellos, el suelo temblaba a sus pies, la cueva parecía incluso moverse. En unos segundos pudieron ver lo que había allí dentro y los tres se quedaron con la boca abierta, era un dinosaurio.
Pipi, Chelo y Luna gritaron al unísono.
—No, por favor, no os asustéis, estoy aquí en son de paz.
El corazón de Pipi le iba a mil, aún así consiguió articular algunas palabras.
—Pero pero… mírate, tienes un aspecto feroz, aterrador, podrías matar solo con tu mirada.
—Pues no, te equivocas, soy el ser más pacífico del mundo, la gente está muy equivocada por mi aspecto, hubo incluso un tiempo en que los humanos pusieron cables eléctricos por toda la isla para que yo no pudiera pisarla. Yo no he matado ni a una mosca en toda mi vida. Llevo sólo en esta cueva desde que tengo uso de razón, solo quiero un amigo. Quizá vosotros…
Pipi, Luna y Chelo sonrieron y se maldijeron a sí mismos, lamentando haber juzgado a aquel ser solamente por su aspecto. Los tres se acercaron al dinosaurio y le dieron un abrazo, mitigando así la soledad que había pasado durante tantos años.
De esta manera se hicieron amigos y la cueva se convirtió en la casa de todos. Pipi, Luna y Chelo ya no se preocuparon por volver o no a casa, pues allí tenían a alguien que merecía realmente la pena, alguien a quien acompañar y hacer feliz, el viejo dinosaurio.