Ha pasado ya bastante tiempo desde que me alejé de aquel castillo en el que cierto dragón me había tenido preso. No fue fácil escapar, tenía un efecto hipnotizador en mí, el solo hecho de mirarlo me mantenía a sus órdenes, como si fuera un Dios que me pudiera manejar a su antojo. Un día me levanté decidido, no hice caso a sus gritos ni a las llamas que me acechaban, ni a los altos muros del castillo, conseguí salir de allí, y con el paso del tiempo pude aprender a olvidar lo que había pasado.
Lo que me esperaba fuera de los dominios de aquel dragón no era muy alentador, nada más que el desierto, un desierto vacío, sin un solo árbol, sin un solo arroyo en el que beber, sin ninguna compañía que me pudiera dar cobijo. Pero no me importó, era mejor que vivir con las apariencias de aquel dragón, bello por fuera pero con todo el fuego del infierno por dentro.
Después de mucho caminar sentí que volaba, ¡me estaba transportando a otro lugar! Nunca hubiera imaginado que me ocurriría eso, mis expectativas eran otras muy diferentes. Después de estar unos segundos en la nada más absoluta, caí de nuevo en el desierto, pero sabía que no era el mismo. Seguía sin agua, sin comida, me alimentaba y saciaba de las experiencias pasadas, de los ecos del dragón, de la esperanza que me prometía el futuro.
Caminé un buen trecho hasta que, por fin, vi algo en la lejanía que no era desierto. A medida que me acercaba lo iba viendo más claro, era un bosque, en medio de la nada, hermoso, lleno de verdes árboles, del que se escuchaban las suaves melodías de los pájaros y también una leve sinfonía proveniente de algún arroyo que habría en su interior.
Hace poco que llegué a sus límites y me ocurrió algo que no podía creer: cuando pasaba los primeros árboles el bosque desaparecía, se convertía en desierto, otra vez en la más absoluta nada. Entonces lo comprendí, si quería sobrevivir solo podía quedarme en los alrededores, no podía adentrarme en él. Me tenía que contentar con mirarlo desde fuera, recoger los frutos que daban alguno de esos árboles y beber de cualquier lluvia que se acercara, me tenía que contentar con las palabras que corrían por el viento, sin llegar a poder ver quien las decía.
No podía llegar más lejos si no quería ver ese bosque desaparecer.
Así que aquí estoy, en los aledaños del bosque, contemplando su belleza y oyendo las suaves melodías que salen de él. Y aunque me duela y cada día me entre el impulso de entrar en el bosque y quedarme toda la vida a vivir en él, sé que eso no es posible.
Y prefiero seguir sintiendo que el bosque está cerca de mí antes que meterme de lleno en él y ver como algún día desaparece para siempre.