Mi teléfono suena como si no hubiera mañana, la melodía ascendente me dice que debo darme prisa, si no, el tono ese del que tanto me avergüenzo sonará por todo el vecindario. Miro con interés quién me llama a estas horas de la noche y descubro aburrido que en la pantallita hay escrito un odioso “Miguel”. Os diré para que entendáis mi situación que Miguel es uno de mis amigos y… aún no recuerdo una noche de fiesta, en la que haya sido él quien me ha llamado, en la que me lo haya pasado bien.
Descuelgo, más que nada, por educación.
—Dime.
— ¿Sales un rato?
— ¿Dónde?
—Pues al pub de siempre, a tomar algo. Venga, nos lo pasaremos bien.
El pub de siempre es un sitio preparado para recibir cada noche a decenas de personas pero… cada fin de semana recibe a unas cinco personas, a mis amigos y a mí. Le diría que no pero ya lo hice ayer y las excusas de ayer no me sirven para hoy.
—Venga vale.
—Muy bien, en cinco minutos estoy en tu casa.
En cinco minutos exactos suena el timbre de mi casa, recibo a Miguel con mi cara de “Sabes lo que va a pasar” pero él no parece entenderlo. Y lo que Miguel, todos mis amigos y yo sabemos que va a pasar es lo siguiente:
Llegamos al pub con entusiasmo, pensando en que esa noche todo va a cambiar, que nos vamos a echar la fiesta del año. Pedimos una cerveza para cada uno y nos ponemos a charlar como si no nos hubiéramos visto en años aunque… eso no dura mucho. Pasan cinco minutos y los primeros silencios empiezan a aparecer, aún sale algún comentario ingenioso pero entre que la música está demasiado alta, el que habla lo hace en voz baja y los que escuchan estamos más sordos que un abuelo de noventa años, no nos enteramos de nada. Siguen los silencios, y lo siguiente que no tarda en aparecer son los comentarios chistosos que se usan para romper el hielo pero que en realidad no hacen reír a nadie, y si alguien se ríe es por compromiso o porque no ha escuchado el comentario. De nuevo silencios, nos miramos unos instantes a la cara pero rápidamente nuestras cabezas se van agachando hacia el maravilloso mundo de las baldosas, los cordones de zapatillas o las etiquetas de los botellines de cerveza. Entonces alguien se pone a recordar ese momento tan bueno que vivimos algún día y vuelven las carcajadas, ya sean porque se ha vivido ese momento, porque si no te ríes no pareces divertido o, simplemente, porque no has escuchado nada y quieres quedar bien. Es ese el punto exacto de la noche en el que se hace constancia de que el aburrimiento está llegando al límite ya que si solo con recuerdos de los buenos momentos es cuando llegan las carcajadas es que algo se está haciendo mal. Vuelven los silencios y, tras pasarme cinco minutos analizando los componentes de que está hecha la cerveza, oigo, como si fuera un ángel salvador:
— ¿Qué hacemos? ¿Nos vamos?
A lo que cuatro voces masculinas, incluida la mía, responden con fingida decepción:
—Pues sí.
Nos levantamos de las sillas, recogemos nuestras cosas, decimos adiós a un camarero al que se le ve la pena porque se van sus únicos clientes y salimos a la calle, que nos recibe con un aire con sabor a libertad, se acabaron los silencios, se acabó el aburrimiento.
Nos decimos adiós con un enfado nada disimulado y con la cabeza gacha cada uno nos vamos a su casa pensando para nuestros adentros: “Si es que lo sabía, no tenía que haber venido”.
Y lo peor de todo esto es que volveremos, no sabemos por qué pero volveremos.