Siempre me he preguntado si es autoexigencia o inseguridad. Ya sabes, aquello de pensar que nunca es suficiente, de observar hasta el más mínimo error, de creer que aún puedes dar más, que si le das dos vueltas puedes ser mejor.
Siempre me he preguntado si esa manera de ponerse frente al espejo daña o te hace aún más fuerte, si saca a la luz la mierda o te muestra cuanto podrías crecer.
Nunca lo he sabido, creo que nunca lo sabré.
Nunca he sabido si soy un incoformista, si simplemente quiero más, si confío mucho en mí mismo y, por tanto, sé de lo que soy capaz, alcanzar cosas que nadie ha alcanzado jamás.
Es una mierda, nada podría describirlo mejor.
Que incluso con todos los elogios del mundo, solo veas los errores, aquello en que has fallado, aquello que podrías haber cambiado.
Nunca lo que has logrado, nunca las metas a las que has llegado. Siempre más, siempre más.
No es esta la felicidad que me prometieron cuando me propuse alcanzar mis sueños. Esa impresa en tazas de desayuno y velas aromáticas, esa que te inculcan de pequeño. Esa que habla de cruzar metas olvidándose del camino.
Nunca te hablan del vacío, del «ahora qué», del después.
Quizá sea ese el problema. No estoy nunca satisfecho porque siempre pienso en lo que viene después, en la próxima meta, en el siguiente objetivo. Nunca estoy satisfecho porque, si siempre pienso en el próximo escalón, no me doy tiempo a mirar hacia atrás y darme cuenta de cuan alto estoy.
Quizá no es autoexigencia ni inseguridad. Quizá es el simple problema de no tomarse un respiro para abrir los ojos y mirar de cara la verdad.