Anoche el pasado me visitó en sueños.
Lo hizo con su mejor cara, aquella que recordaba, lo hizo feliz, como si nada hubiera pasado y no quisiera lanzarme al barro, ese donde se encuentran todas aquellas cosas en que fallé.
Anoche el pasado me visitó en sueños.
El pasado con mirada y con recuerdos, el pasado con rostro y caminar, con iniciales y nombre completo.
Anoche me visitaste en sueños.
Lo hiciste radiante y temí perder la cabeza. Creía haberte olvidado, creí haber olvidado tu rostro y todo el tiempo vivido, tu calor y tus dedos en mi espalda, recorriéndola después de haber visto el cielo.
Jamás entendí que aquello que duele no se olvide.
Y en este caso, peor, porque quien dolí fui yo.
Te dolí y ahora te presentas por las noches, te dolí y te has convertido en fantasma, de esos que acechan y destruyen, de los que no disparan balas sino recuerdos.
Te dolí tanto que me duele a mí, te dolí tanto que tengo heridas de mis propias puñaladas, de tus saltos al vacío.
Te dolí tanto que aún me quedan restos de tristeza entre los dedos.
La tuya.
Y ahora que has vuelto, creo que lo que más me ha dolido ha sido verte reír.
Hubiera querido que me zarandearas, recibir un bofetón y me escupieras en la cara, descubrir tu piel y ver en ella tus cicatrices, las que yo mismo provoqué, que cada una de ellas me golpease e hiciera perder el sentido.
Quise que me dolieras como te había dolido yo a ti.
Y, en cambio, sonreías.
Por qué sonreías, joder.
Supongo que porque ves inútil sentir dolor por alguien, porque ser feliz es la mejor de las venganzas, porque eres incapaz de hacer daño a nadie, por muchos golpes que hayas recibido.
Supongo que porque, simplemente, eres buena persona.
Y eso es algo que yo jamás valoré.